La televisión es un gran invento, eso ya lo sabía mi abuelito cuando ya no gozaba de pase gratis para los toros y además su enfermedad le impedía ir a verlos a la Plaza México que, además, nunca le gustó mucho: él prefería la de la Condesa, que como todo, murió (también mi abuelito). Así, se resignaba a mirarlos en la pantalla blanco y negro de la primera televisión que hubo en la Colonia Roma, y que él compró en 1951 (si quieren verla, la tengo, y con factura original), brandy y puro en mano y con su amigo Abelardo.
O mi mamá, que entre que nos traía del kínder y nos daba de comer (una santa, ella), contaba con que el Club Quintito, el Tío Gamboín o Chabelo nos entretendrían un rato a los tres en lo que hervía la sopa y se exprimían los limones para el agua de sabor que nunca nos faltó.
Así pues, la función de la tele es entretener: al que está cansado, al que se le terminaron los libros, al que no pudo ir al cine a ver "Up" o "Charry Potter" pero, sobre todo, al enfermo. Y yo, que aunque lo esté soy tan sabia, he contado con ella para mi solaz y esparcimiento.
Estos días he visto dos o tres partidos de futbol con tal de que mi enfermero mayor no se me vaya al otro cuarto; varias películas americanas de a dos por un dólar con moralejas variopintas; muchas series menos las que me gustan (malditos programadores, las pasan cuando tengo dolor , dormito o algo así y me las pierdo), y unos churros de manufactura o cinefactura mexicana antigua de los que el colmo fue "Ave sin rumbo", en la que condensan a menos de dos horas todos los sufrimientos de Anita de Montemar que en forma de radionovela duraron años. Menos mal pedí cuatro libros a Ghandi y como sólo tenían dos de ellos, me los enviaron rápido y sin coste de envío. Uno de Vila Matas y otro de Bryce Echenique, a ver qué tal me va.
Algo así me hubiera gustado que hicieran conmigo: que en lugar de tener que haber ido al hospital, a cambio de todos estos días que llevo de retorcerme, de píldoras, inyecciones, sueros y radiografías, un guionista antiguo se hubiera dado a la tarea de resumir toda la enfermedad a dos horas. Es más, hasta a tres o cuatro.
Pero de esos escritores ya no hay: se murieron rápido todos.
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