He ahí a nuestra singular heroína o sea yo, debatiéndose
en una de sus ya conocidísimas batallas. Vela pasar la gente y salúdale con
especial deferencia y atención. Pero ella no ve más allá de sus narices porque
ha decidido, en un desafío anacorético a la humanidad, ver el mundo a través de
ojos entrecerrados, para encontrar la fuente de la eterna inspiración.
Al ver la expresión que su rostro adquirió, algunos se
preguntaban si habría contraído peligrosa infección oftálmica; otros si estaba
perdiendo la vista y esto le hacía fruncir la cara. No faltaron los que, algo
más aventurados, olfateaban el aire en busca de alguna pestilencia que la
estuviera forzando a hacer esas extrañas visiones. Pero ella seguía
impertérrita, como su padre le había aconsejado hacía muchos años que actuara
cuando no tenía una idea de lo que estaba haciendo de manera que los demás
pensaran que actuaba con gran sabiduría.
Trataba a los demás con displicencia, unas
veces como obviándolos y otras sin siquiera verlos, lo que le hizo tropezar en
varias ocasiones con sendos cuerpos humanos que se atravesaron en su bien
trazado camino hacia lo desconocido. Caminaba como esos perros que saben
perfectamente a donde van, y que, si les llama uno, voltean la cara sin dejar
de avanzar rápida y directamente hacia su objetivo. Esto despertaba la más
acuciosa curiosidad en las gentes, que estaban seguras de que sabía a donde
dirigía sus decididos pasos. Así, a varias personas les dio por seguirla hasta
que ella se cansó y, sin darse cuenta de que detrás venía una turba humana,
sentose en la mesilla de un café que ofrecía sus servicios al transeúnte y se
dispuso a observar a su alrededor.
Volteaba la vista hacia un árbol que estaba enfrente y le miraba como si fuera la única cosa en el mundo entero.
Por varios minutos le observó, entrecerrando los ojos, hasta que el árbol se
convirtió en su vista en una informe masa verde. Algunos de sus seguidores
habíanse esparcido ya, y los pocos que se quedaron por no tener nada qué hacer
seguían mirando el árbol como si de gran maravilla se tratara, codeándose entre
ellos con caras de interrogación. Volteó la apretada vista hacia una
menesterosa mujer que, cargando un infante chamagoso y jiotoso, alargaba la
mano hacia ella con lastimera mirada. Depositó unas monedas que sacó de su
talega en la sucia extremidad y entonces quedose quieta. Una sonrisa extraña
llenó su rostro de emoción, tomando una expresión como de santo iluminado. Pagó
el café, se levantó y, ya sin fruncir los ojos volvió lo andado con parsimonia
y tranquilidad. Entró a su morada sin despedirse de quienes tan atenta y
curiosamente la seguían para dejarles en la acera con un palmo de narices que
tuvo cuidado de no pellizcar con la verja de metal.
Sentose, aún con la faz que resplandecía de
armonía, para escribir esta gran sabiduría que descubrió arrugando la cara y
viendo el mundo a través de ojos medio cerrados que no aprecian sino lo
superficial. ¡Cómo no Lili, que ve tan mal, había desentrañado tan profundo
misterio de la vida!:
“El mundo es, lo miremos como lo miremos,
siempre la misma mierda”
Tomó lo escrito y lo analizó, pensó en ello
durante dos minutos con veinticinco segundos, y en una veleidosa decisión le
cogió disgusto. Con pesadumbre, empuñó sus llaves y salió de nuevo al día gris,
frío y húmedo que había afuera. Caminó en otra dirección esta vez, de nuevo con
los ojos que ahora llamó medio abiertos en lugar de medio cerrados en un
esfuerzo por ser optimista, y hubo de esperar unos minutos para atravesar una
calzada que corría por ahí. Vio a través del río de coches que pasaba,
colocando su vista en la acera de enfrente, truco que sirve para no marearse en
las grandes ciudades y que evita muchos sustos al ver las caras tan
antiestéticas de los conductores de los automóviles que raudos circulan.
Recordó con nostalgia al Negro, el perrote que cruzaba las calles viendo hacia
donde iba y sin jamás voltear a ver el tráfico, salvándose muchas veces por
milímetros de morir atropellado por algún desenfrenado carruaje y dando mucho
trabajo a su ángel de la guarda. Entonces dio media vuelta, anduvo, volvió a
entrar a su casa, a sentarse y a escribir:
“Si ves los obstáculos, es que has perdido de
vista el objetivo”
Este pensamiento, como ya lo había tenido
alguna vez, no le satisfizo por completo y, un tanto cuanto exasperada, dirigió
sus pasos a la vía pública por tercera vez. Encaminose cariaceda hacia el
parque cercano, y sentose en la primera banca que vio para pararse
inmediatamente echando pestes: habíase sentado sobre inmunda plasta de extraña
materia pegajosa que en el acto se aglutinó a su ropa. La desesperación
aumentaba y a ella sumose la indignación de verse entarquinada de tal manera.
Con este estado de ánimo avanzó hacia la siguiente banca y se sentó, no sin
antes haber examinado minuciosamente el asiento. Ahí volvió a hacer el
ejercicio espiritual de entrecerrar los ojos y tratar de ver el mundo a través
del rimel que teñía sus pestañas.
Volteó acá y allá, siguió con la vista fruncida
a una octogenaria que caminaba hacia la fuentecilla que trataba en
vano de alegrar el día. Como la viejecita caminaba despacio el ejercicio duró
bastante alcanzando a respirar varias veces y a tranquilizarse el espíritu. Un
vendedor de dulces pasó a su lado tratando de tentarla con su mercancía pero
nuestra protagonista en un denodado acto de estoicismo dietético propio de
enero, no volteó a ver las golosinas sino al vendedor, quien
mejor se alejó a rápido paso al interpretar los ojos apretados como una mirada llena de odio.
Volviose
ella a sentir desasosegada al ver que nada acudía a su mente, cuando, aun con
los ojos estrujados y que ya daban qué hablar entre las viejas chismosas que
acudían a cuanto rosario y función había en la iglesia del parque y que la
veían veladamente tapándose la cara con el rebozo unas, con la hojita
parroquial otras, reparó en la torre de la pequeña y adusta construcción
colonial. Era una torre sencilla, sin pretensiones, blanqueada a fuerza de
siglos de caliche, y la siguió con la vista apretujada hacia abajo. El blanco
de sus muros contrastaba contra el gris plomizo del cielo que estaba decidido a
estropear el día en cualquier momento con un chaparrón. Más abajo, el techo de
la nave del templo, que recordaba más una ermita que una iglesia, era de rojos
ladrillos. Donde terminaban los ladrillos sobresalían vigas de madera que
sostenían la techumbre quién sabe desde cuando y un poco más abajo había unos
ventanucos con sencillísmos vitrales sin más diseño que el tener unos cuadros
de colores sepia, mostaza y naranja. La puerta del templo, que lleva el poco
pretencioso nombre del Señor del Buen Despacho, ahora cerrada, evitó que su
mirada recorriese el interior, pero sus ojos enjutados tuvieron una extraña
visión estereoscópica y en technicolor en la cual estaba abierta: ella, muy
joven y dando el brazo a su padre, descendía de un automóvil vestida de novia y
entraba por el corto pasillo de la nave. Pensó en su progenitor, en sus
palabras de ese día, en su flamantísimo y mancebo esposo esperándola; se rió
sola para regocijo de las viejas chismosas y embozadas que no dejaban de
mirarla con inquietud, al recordar aquel día soleado de abril.
Entonces volviose a su casa casi corriendo, con
los ojos abiertos como monigote de caricatura japonesa, dejando a las viejas
persignándose y escribió inmediatamente:
“La vida es, no importa cómo la miremos, una
sucesión de momentos maravillosos que vale la pena recordar escribiéndolos
antes de que se nos olviden del todo”