Siempre

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sábado, 21 de junio de 2014

La odisea del Moisés

No hablaré de la odisea de Moisés el bíblico, ni de sus andanzas; ni de algún otro Moisés famoso. No.
Este era un moisés, así, con minúscula, que quería ser enviado a lejanas tierras sonorenses. Resulta que por allá no hay esas cestas de mimbre que se usan para colocar a los bebés una vez decorados, equipados con su colchón, sus cobijas, almohaditas, protectores y base. Entonces había que buscarlo aquí en México, donde están en desuso y han sido reemplazados por artefactos más modernos.
En el mercado de San Ángel  no hay ya, y eso que encuentra uno hasta basinicas de peltre; en el de Coyoacán sólo había uno. Parecía que la tabla del fondo estaba rajada pero no, el buen marchante me explicó que al ser tabla de madera se unen dos para armarla, mientras que otros -no sé cuáles porque no hay- son de vil triplay y por eso se ven de una pieza. Bueno -pensé yo que soy tan mona-, total el colchón la tapará. Entonces me amarchanté y averigüe cómo enviarlo. Por paquetería cobraban cuatro mil pesotes, lo que me hizo pensar que con esa lana mi prima bien podría comprarse una cuna en Las fábricas de francia o del otro lado de la frontera y así se lo hice saber. Quedé de investigar con Correos de México y la diferencia era abismal: cuesta muchísimo menos.
Una vez hecha la labor de apalabramiento y tecnología del envío, metí en mi bolso dinero, carrete de cáñamo, cuter, cinta transparente y me dirigí al centro de mi pueblo. Pasé por casa de mi amiga Gary y la llamé: "bishi bishi" y sigue sin aparecer. Van semanas que no la veo, aunque haga bueno que es cuando más la veía sentada en la acera o trepada en la barda e inmediatamente acudía a que la saludara. No quiero preguntar en su casa... En el mercado compré grenetina y dos cajas de cartón porque dado el tamaño de la cesta no cabía en una, y no cajas de huevo porque por salubridad (sic) no permiten usarlas en correos. Tampoco puede uno usar cajas con propaganda, es decir, que tengan letreros de lo que originalmente llevaron como servilletas, pañales o latas de frijoles. Pero yo, que soy tan sabia, pensé que ya que debía desarmarlas para hacer una con dos, podría armarlas al revés, con las leyendas hacia adentro y la parte limpia hacia afuera.
 Acudí al puesto de las cestas y no estaba mi marchantito, sólo un joven autóctono que jugaba en su celular sentado en un banquito. Él me dio la canasta, me recibió el resto que debía, y me ayudó a desarmar las cajas, atándolas para que las pudiera cargar hasta la oficina de corrreos.
Y así salí, dándole cestazos a cuanto peatón o puesto se me atravesaba y cambiando la cunita de mano cada cien metros para evitar gangrena digital. Cuando pasé por la panadería mi amiga se rió de mí y hasta me preguntó si iba a tener un bebé. Llegué a la oficina postal y comencé el trabajo de embalar mi bultote. Cargaba, cortaba cartón sobrante, sobre una mesa alta y angosta, pegosteaba la cinta que se me caía y rodaba enredándose sobre sí misma para desperdiciarse, ante los ojos pazguatos y jetones de las horrorosas empleadas que me miraban impávidas mientras se rascaban algo seguramente (su mostrador sólo deja ver sus jetas). Cuando consideré que más o menos había logrado hacer una caja con dos y me secaba el sudor, me dijo una que tal vez mi empaque excedía el tamaño oficial y con gran angustia y pujo lo cargué y coloqué ante sus carotas para que lo midieran. ¡uf! Pasó. Yo ne preguntaba qué nombre llevaría la deforme figura geométrica que había creado y qué enseñarán en el taller de cartonería.
Entonces la tipa de la derecha se dignó abrir la boca y me dijo: "ahora tiene que forrarlo con papel estraza o kraft, y tiene que usar cinta canela, no transparente". Okei, dije, se lo dejo tantito, y atravesé la calle a la papelería que vive de vender lo que estas nacas piden. Volví y de nuevo sobre la mesa alta forré el bulto lo mejor que pude, alzando a cada rato el papelote que se enrollaba y caía cual alfombra roja de Hollywood, mientras clientes iban y venían y me veían con extrañeza. Comencé a atarlo para ser interrumpida de nuevo: "señora, le dijimos con lazo, no con hilo". Yo sólo contaba con el pedacito de raffia con la que el marchantito jr. me había amarrado las cajas pero el policía se compadecío de mí y sacó una madeja hecha de retacitos y me ayudó. También me ofreció un plumón para poner los datos de envío.
Puse mi paquete para ser pesado y timbrado con gran orgullo, pagué y me fui. Al ver mi reloj me di cuenta de que había pasado una hora envolviendo y de que no tengo vocación de paquetera, pero de que una prima querida bien vale una odisea.
Sabiduría de la semana: Hay oficios que parecen muy fáciles hasta que los intentamos.