Siempre

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martes, 15 de enero de 2013

Tres mil kilómetros

En diciembre, justo después de que supe (supimos, o ¿no se enteraron?) que no se acabo el mundo, me aventé como pedrada de indio zurdo a los caminos del norte. Eso es de lo que más me gusta, andar On the road, pero no como Kerouac sino más bien como John Denver o ultimadamente como Willie Nelson. Me sentí a ratos como en canción de Les Luthiers, atravesando los estados de México, Hidalgo, Querétaro, Guanajuato, San Luis Potosí, Nuevo León y Tamaulipas, aunque en una ruta bastante más lógica que la de ellos, claro. Hay en mi camino carreteras excelentes que no cobran y otras horrorosas en las que hay que pagar peaje: surrealismo obliga. Yo, mientras vaya con mi termo de café recargadito, voy feliz. No sé qué encanto tiene para mí  el ir viendo los nombres de los pueblos, de las fondas, de las desponchadoras; ir avistando las nubes y los pajarracos, los venados, las vacas y caballos. Será que de los recuerdos más bonitos de mi infancia están las horas en el asiento de atrás del coche de mi papá, en el que todos cabíamos holgadamente y yo iba, si no jugando o peleando con mis hermanos, viendo pasar el mundo por la ventanilla e imaginándome que después de esas montañas había un vasto planeta por descubrir para mí. Viajábamos de noche en aquel país tan tranquilo y yo veía las  gotas de lluvia resbalar por el cristal haciendo figuras que brillaban con la luz de los otros coches y de los camiones que me despertaban de mi ensueño con sus pedorreras.
Esta vez vimos un pueblo llamado Huachichil y nos dedicamos a aplicarle diversos significados a la palabra. Que si es una hierba comestible: "hice unas gorditas de huchichil en salsa de tomate"; que si es una lesión dérmica "Mamá, me salió un huachichil allá abajo" (o sea en los pies); que si es un insecto venenoso: "¡ay! ya se metió un huachichil!"; que si una fruta del desierto... ¿para qué les gusta la palabrita? Luego averiguó el marido que los Huachichiles eran unos indios de por allá.
Viajar ilustra, y descubrí que hay enfermedades tan selectivas que cuando ando de viaje no me afectan en lo más mínimo y que, cuando vuelvo, me atacan las muy malvadas. ¿Cómo aguanta mi rabadilla horas de carretera y mucho caminar sin protestar y en cambio, en casa, me duele por cualquier tarugada, sobre todo si es tarugada gateril como barrer hojas o lavar trastos? ¿Por qué había pasado unas noches feas con neuralgia del trigémino y allá duermo como lirón? Luego me fui a Acapulco unos días. Mis hermanos y yo nos turnamos para que mi mamá pasara lo más frío del invierno en aquel calor tropical y fue lo mismo. Factor coadyuvante: Miss Oaxaca se fue a su pueblo un mes enterito. (Creo que haré un casting para buscarme otra asistenta, ahí si saben me mandan candidatas).
Y resulta que este año la vida da un giro porque nos trae propina: seré tía abuela-abuela. Necesitaré mamelucos de camouflage, bat de baseball pequeño y libros, muchos libros pediátricos. Manden refuerzos.
Bueno y como liquidum non frangir jejunum, seguiré tomando mi café. Lo mismo aplica para unas cubas frías junto a la piscina en Acapulco viendo los faisanes volar al árbol de aguacates del jardín y los pajaritos amarillos bañarse.
Sabiduría del mes: (gratis) Aunque lleguen de vacaciones a una casa que sea ruina de una civilización extinta, hay que ser optimista y sonreírle a la vida. Total, cosa de saber que de los seis baños que hay en uno sirve la ducha, en otro el excusado y en otro el lavabo para ir cargando sus utensilios de aseo de cuarto en cuarto. Cosa de usar los ventiladores de techo como excitantes para la imaginación como aquel mi amigo que alucinaba que iba en un avión de la Primera Guerra Mundial y era la hélice.